Es la muerte y a todos nos aterra. O mejor a casi todos, pues hay pueblos en el mundo que la han asimilado desde hace mucho tiempo como un acontecimiento natural, un paso diferente pero común de la existencia.
Este es el caso de los Toraja, un singular grupo étnico extendido en las montañas del sur de la Isla de Célebes (o Sulawesi), en la lejana Indonesia, en donde no existen cementerios propiamente dichos, como los conocemos nosotros, y donde los difuntos siguen siendo parte de la familia.
Muy probablemente por residir a tanta altura, encima de unas montañas que hace siglos eran inaccesibles, este pueblo no se vio influido por las costumbres del resto de los mortales relativas a la muerte.
Y a pesar que desde hace ya medio siglo, en 1965, el gobierno indonesio obligó a sus habitantes a escoger entre las seis religiones más conocidas, los Toraja han mantenido tradiciones funerarias verdaderamente singulares, aunque con los años una buena parte de ellos se hayan convertido al cristianismo.
Lo cierto es que aquí, cuando las personas mueren, se les trata con ungüentos tradicionales, y en ocasiones hasta con formol, de manera a poder conservar sus restos en la misma casa, en una habitación habilitada para ello, donde se les viste, se les “da de comer” y hasta se les visita, para asombro de los más pequeños de casa y sobre todo de los boquiabiertos turistas occidentales que ascienden hasta Kambira, Lemo o Rantepao, esta última de 26.000 habitantes, solo para conocer al pueblo que vive con sus muertos.
De acuerdo con un reporte del diario español El Mundo, la pregunta más habitual de los Toraja cuando constatan la estupefacción de los visitantes es: "¿En Occidente no mueres?".
Claro, porque para nosotros no es para nada común que la abuela (la Oma) permanezca en su cuarto, ataviada con una rebeca tejida y hasta con un par de modernas gafas puestas, mientras en la cocina mamá se apresta a preparar la comida, los niños juegan y el abuelo vive su pausada rutina, a la espera de ser él mismo el próximo conservado, como manda la tradición.
Pero no es solo cosa de ancianos. Según un reporte de Amanda Bennett para National Geographic, la esposa y los hijos de Petrus Sampe, un ex empleado de una agencia matrimonial de la localidad, siguen llevándole su cena cada noche y no han dejado de conversar con él.
“Despierta, papá –le dice Elisabeth Rante--. Es la hora de la cena".
“Hacemos esto porque lo amamos y lo respeto mucho”, argumenta Yokke, el hijo mayor; tras lo cual la esposa explica: “Antes solíamos comer juntos. Él está todavía en casa, así que debemos darle de comer”.
El ambiente huele a formol y a sándalo. Al fondo, en una pared, permanece una imagen de Jesucristo.
El cierre de un ciclo
Durante varios meses el cuerpo momificado de Petrus permanecerá en su casa, dentro de un ataúd, al cuidado de sus familiares. Mientras el funeral no se lleve a cabo, el occiso será considerado como “makula”, persona enferma cuya alma todavía se hace presente entre los vivos. En otros casos, los makula siguen en su domicilio hasta por varios años.
Vista como un largo proceso, la muerte posee otra connotación para los Toraja. El funeral real, más o menos parecido al que conocemos en Occidente, tendrá lugar cuando la familia reúna el dinero necesario para otorgarle una despedida acorde con su prestigio. Y estamos hablando de mucho dinero.
Lo cierto es que los Toraja no escapan al dolor de ver que un ser querido se ha apagado, pero sí creen que este no está realmente muerto, pues la conexión humana profunda va mucho más allá de este que pudiéramos ver como un “cambio de estatus”.
Si algo les interesa, es prepararse debidamente para el regreso al “puya”, a la tierra de las almas, el mundo secreto de los ancestros.
Tras días, meses o años de convivencia con el cadáver, algunas estas familias conciben los funerales como un extenso carnaval que puede durar hasta una semana, y en los que no debe faltar una gran matanza de búfalos.
Justo ese día, un experto en sacrificio de ganado se da cita en el centro de una plaza rodeada por familiares del muerto, curiosos y turistas, donde el gran contraste resulta la profusión de móviles encendidos haciendo fotos y videos. Mientras todo esto ocurre, apunta la reportera de NatGeo, algunos niños juegan con sus teléfonos inteligentes.
“Según la tradición toraja --detalla Sloenn Honorine en su libro Indonesia, historia, sociedad y cultura--, los búfalos degollados ayudan al difunto a ganar el paraíso".
Y como en todas partes, la cantidad de animales por sacrificar determinará el estatus del occiso y de su familia: pudieran ser tres búfalos para las familias menos afortunadas o 24 para las más pudientes. Hay cantos, rezos de la Biblia cristiana y una enorme olla de carne de cerdo que todos, menos los pocos que profesan la religión musulmana, comen con arroz.
De manera que un funeral suele costar más que un casamiento. Hay búfalos comunes de “apenas” 38 millones de rupias (unos 2.700 dólares), hay búfalos albinos, que alcanzan los 14.000 dólares, y hasta hay búfalos negros con ojos cristalinos cuyo coste por unidad puede ser de 70.000 dólares.
Para muchos, la preparación del funeral implica la apertura de sus cajas fuerte, el vaciado de sus cuentas bancarias, la fuga de los ahorros de no pocos años.
Por último, en estos funerales una comitiva de modernas motocicletas recorre el pueblo, acompañando al carro fúnebre, de camino a las montañas donde la momia será “colocada” entre los entresijos de unas rocas, entre ramos de flores y fotos risueñas que quien antes estuvo en vida.
Es a esa montaña rocosa, plagada de cuevas, adonde cada tres o cinco años los parientes se dirigirán para reabrir el ataúd del occiso y entregarse a limpiarlo y a colocarle nuevas y frescas vestimentas, un collar más nuevo, un par de gafas de sol...
Es el Ma'nene o segundo funeral, y aquí no será difícil encontrar a nietos que se hacen un selfie junto al ataúd abierto del abuelo, al tiempo que los adultos conversan sobre el modo en que el cabello o las uñas del muerto crecieron en los últimos dos años.